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10/3/17

El Campito

Divagando por mi pueblo, mi memoria aterriza hoy otra vez en el barrio Puyana.

En El Campito, lugar de reunión de futbolistas y de pichones de futbolistas, allí se armaban unos picados de padre y señor entre los equipos del barrio San Vicente y del barrio Puyana, que acompañaban sus respectivos equipos y sus  barras, barras bravas por cierto, todavía resuena en mi cerebro el bullicio y los enormes madrazos del joven Ernesto Pino, cuando perdía un balón, se le veía como echaba chispas porque además venia de su amigo Fabio Valencia, “El Cunda Valencia”, pero no El Cunda del Deportivo Cali, no, el hijo de Conrado.

Todavía Sevilla escucha los gritos de “Grillo”, la fuerza de Lucrecia “Montoyita”, “La Pulga”, “El Goido”, este “Goido” mascullaba para sí, nadie le entendía lo que decía, parecía como si estuviera comiendo o seria que llevaba fiambre y ninguno se daba cuenta, pero que mascullaba y le daba vuelta a su lengua como si se la fuera a tragar, los alegatos de Los Fontal eran fenomenales, los sermones del cura porque no lo dejaban dar la misa, las risas de los espectadores y los balonazos contra la pared de enfrente o en las paredes o el tejado de la iglesia.

Al pobre  Clímaco  casi siempre lo dejaban en la banca, yo no sé definir, si era por tronco o por peleonero, cuando a veces jugaba y se calentaba, se convertía en un espectador más.  

El Campito era un lugar fantástico, al lado de la iglesia del barrio Puyana, donde las palabras soeces eran el pan de cada día, unos porque les habían marcado un gol, otros porque perdían un balón y otros porque su esencia era de ser hombres que su irascibilidad estaba marcada, “Grillo” por ejemplo, de él aún resuenan sus madrazos y su padre don Eduardo todavía sus cachetes colorean de pena,  viendo a su hijo enardecerse en los picados que a diario se formaban en El Campito.

Mientras tanto el cura predicaba el evangelio en medio de gritos, groserías y obscenidades de los jugadores e hinchas furibundos que asistían a diario a los picados que se jugaban, claro que iban acompañados de las pobrísimas apuestas que por cada partido se hacían, partidos que se jugaban a cierto número de goles y sin jueces, los únicos jueces eran “su conciencia” deportiva y a veces se recurría a los aficionados por lo regular a los más viejos de la época, por lo general a don Eduardo Buitrago. 

Bueno el señor cura, tenía en ese entonces  un  miquito en la Casa Cural, que era maniático sexual, cuando veía a un hombre se  desesperaba, porque   se cagaba en la mano y les tiraba la mierda en la cara, no así cuando veía a una mujer, porque con ellas el trato era diferente, con ellas era la excitación total, les tiraba solo los orines,  mico grosero y mal educado.

Cuando el picado terminaba desfilaban, el primero era Ernesto Pino, la prole perdedora y ganadora en un  gesto de amistad sincera se sentaban en el andén de don Enrique Moreno a degustar los deliciosos helados que fabricaba doña Crusana, se refrescaban para iniciar un nuevo desafío y una nueva apuesta.

Era todo este vivir una mezcla rara de teología, vulgaridades, alegatos y algunas peleíllas que se daban de vez en cuando, era el circo de la vida que en su engranaje diario nos regalaban estos personajes que por mucho tiempo llenaron este espacio del barrio y de nuestras alegrías.  

Yo observaba, porque a propósito vivía en el barrio El Pinar, al lado de mi amigo Raúl Flores Duque,  diría yo que no sabía si estaba medio prendido o medio borracho pero no de trago, aunque no nos faltaba, la embriaguez era de conocimiento, nos pasábamos un fin de semana completo en su biblioteca, en grandes tertulias donde yo aprendía sobre la historia Inca, Maya, Muisca y donde conocí a un gran y fabuloso hombre de la cultura sevillana, escritor y crítico de la iglesia católica, hombre honesto y sabio, del cual me nutrí, más la compañía de nuestro amigo James Vélez Uribe, completaba el combo el profe Carlos Herrera, cuando estaba prendo como dicen, salía a la calle a decir que él era El Indio Quirama, nunca supe quién era el indio ese, don Fernando Alarcón se unía al grupo haciendo apuntes y aportes fabuloso a nuestros bohemios fines de semana y de invitado un vecino que le decían “Pegadilla”, buen hombre, pero cuando se emborrachaba nos hacía poner y repetir un  disco “El poncho de mi padre”, igual número de veces que el disco sonaba él lloraba, la razón jamás la supe, solo Raúl la sabia, nunca me lo dijo, bellísimas personas todas ellas.

Cuando paso por el barrio Puyana, recuerdo con muchísimo agrado y melancolía a mis amigos, y aun siento el calor, el bullicio, las misas, las risas, los madrazos  de El campito, me detengo y pienso en todo ello, con una mezcla de tristeza, nostalgia y alegría por el tiempo pasado y todos los buenos sucesos que me tocó vivir en ese hermoso sector.


Por | Jair Valencia Gaspar.