Divagando por mi pueblo, mi memoria aterriza
hoy otra vez en el barrio Puyana.
En El
Campito, lugar de reunión de futbolistas y de pichones de futbolistas, allí
se armaban unos picados de padre y señor entre los equipos del barrio San
Vicente y del barrio Puyana, que acompañaban sus respectivos equipos y sus barras, barras bravas por cierto, todavía
resuena en mi cerebro el bullicio y los enormes madrazos del joven Ernesto
Pino, cuando perdía un balón, se le veía como echaba chispas porque además
venia de su amigo Fabio Valencia, “El Cunda
Valencia”, pero no El Cunda del Deportivo Cali, no, el hijo de Conrado.
Todavía Sevilla escucha los gritos de “Grillo”, la fuerza de Lucrecia “Montoyita”, “La Pulga”, “El Goido”, este “Goido”
mascullaba para sí, nadie le entendía lo que decía, parecía como si estuviera
comiendo o seria que llevaba fiambre y ninguno se daba cuenta, pero que
mascullaba y le daba vuelta a su lengua como si se la fuera a tragar, los
alegatos de Los Fontal eran fenomenales, los sermones del cura porque no lo
dejaban dar la misa, las risas de los espectadores y los balonazos contra la
pared de enfrente o en las paredes o el tejado de la iglesia.
Al pobre Clímaco casi siempre lo dejaban en la banca, yo no sé
definir, si era por tronco o por peleonero, cuando a veces jugaba y se
calentaba, se convertía en un espectador más.
El Campito era un lugar fantástico, al lado de la
iglesia del barrio Puyana, donde las palabras soeces eran el pan de cada día,
unos porque les habían marcado un gol, otros porque perdían un balón y otros
porque su esencia era de ser hombres que su irascibilidad estaba marcada, “Grillo” por ejemplo, de él aún resuenan
sus madrazos y su padre don Eduardo todavía sus cachetes colorean de pena, viendo a su hijo enardecerse en los picados
que a diario se formaban en El Campito.
Mientras tanto el cura predicaba el evangelio
en medio de gritos, groserías y obscenidades de los jugadores e hinchas
furibundos que asistían a diario a los picados que se jugaban, claro que iban
acompañados de las pobrísimas apuestas que por cada partido se hacían, partidos
que se jugaban a cierto número de goles y sin jueces, los únicos jueces eran “su
conciencia” deportiva y a veces se recurría a los aficionados por lo regular a
los más viejos de la época, por lo general a don Eduardo Buitrago.
Bueno el señor cura, tenía en ese
entonces un miquito en la Casa Cural, que era maniático
sexual, cuando veía a un hombre se desesperaba,
porque se cagaba en la mano y les
tiraba la mierda en la cara, no así cuando veía a una mujer, porque con ellas
el trato era diferente, con ellas era la excitación total, les tiraba solo los
orines, mico grosero y mal educado.
Cuando el picado terminaba desfilaban, el
primero era Ernesto Pino, la prole perdedora y ganadora en un gesto de amistad sincera se sentaban en el andén
de don Enrique Moreno a degustar los deliciosos helados que fabricaba doña
Crusana, se refrescaban para iniciar un nuevo desafío y una nueva apuesta.
Era todo este vivir una mezcla rara de
teología, vulgaridades, alegatos y algunas peleíllas que se daban de vez en
cuando, era el circo de la vida que en su engranaje diario nos regalaban estos
personajes que por mucho tiempo llenaron este espacio del barrio y de nuestras
alegrías.
Yo observaba, porque a propósito vivía en el
barrio El Pinar, al lado de mi amigo Raúl
Flores Duque, diría yo que no sabía
si estaba medio prendido o medio borracho pero no de trago, aunque no nos
faltaba, la embriaguez era de conocimiento, nos pasábamos un fin de semana
completo en su biblioteca, en grandes tertulias donde yo aprendía sobre la
historia Inca, Maya, Muisca y donde conocí a un gran y fabuloso hombre de la
cultura sevillana, escritor y crítico de la iglesia católica, hombre honesto y
sabio, del cual me nutrí, más la compañía de nuestro amigo James Vélez Uribe, completaba el combo el profe Carlos Herrera, cuando estaba prendo
como dicen, salía a la calle a decir que él era El Indio Quirama, nunca supe quién
era el indio ese, don Fernando Alarcón
se unía al grupo haciendo apuntes y aportes fabuloso a nuestros bohemios fines
de semana y de invitado un vecino que le decían “Pegadilla”, buen hombre, pero cuando se emborrachaba nos hacía poner
y repetir un disco “El poncho de mi
padre”, igual número de veces que el disco sonaba él lloraba, la razón jamás la
supe, solo Raúl la sabia, nunca me lo dijo, bellísimas personas todas ellas.
Cuando paso por el barrio Puyana, recuerdo
con muchísimo agrado y melancolía a mis amigos, y aun siento el calor, el
bullicio, las misas, las risas, los madrazos de El
campito, me detengo y pienso en todo ello, con una mezcla de tristeza,
nostalgia y alegría por el tiempo pasado y todos los buenos sucesos que me tocó
vivir en ese hermoso sector.
Por | Jair Valencia Gaspar.